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martes, septiembre 07, 2004

Relatos de otro rumbo (I) 

Por mi falta de tiempo hace mucho abandoné este blog... así que como sigo escasa de minutos, iré posteando unos relatos que me mandaron... Besos.

LA SENSUALIDAD DE UNOS GUANTES

Una mañana de frío otoño como la de hoy, pero en Verona me detuve en una pequeñísima tienda de guantes de la más fina confección. Me recibió un italiano exultante y seductor, que tenia un finísimo bigote y un traje oscuro impecable.

Tomó mis manos como si sostuviera un delicado pájaro, con tan amoroso cuidado, que sentí un estremecimiento en todo mi cuerpo y los vellos se me erizaron. Una oleada de perfume dulzón me invadió cuando se inclinó sobre ellas. Creí que iba a besarlas y tuve un instante de pánico, pero se limitó a mirarlas de cerca un largo rato, como quien estudia una escultura. Luego las volteó de modo que mis dorsos descansaran en sus palmas, secas y muy calientes como panes recién horneados. Su índice recorrió, con ligereza y lentitud insoportables las líneas de mi destino, palpó las yemas de mis dedos en el preciso lugar de unión con el universo, trazó un círculo de fuego en torno a mis muñecas... La sangre retumbó en las sienes y él se dio cuenta al instante, porque pudo sentirla palpitando en las venas de mi pulso. Levantó los ojos y me miró sin sonreír. Los dos sabíamos. Creo que dejamos de respirar por un tiempo eterno, hasta que no pude soportarlo más y desvié la cara avergonzada. Murmuró algo en italiano, que a mis oídos sonó a declaración de amor, pero probablemente haya sido el precio de los guantes.

Por fin, reacio, me soltó para buscar en una gaveta un par de guantes de gamuza color sepia, tan suaves como la piel de un recién nacido. Y entonces, con deliberada parsimonia comenzó a ponérmelos, dedo a dedo, mirándome a los ojos, deteniéndose en cada articulación, jadeando, con los labios húmedos. Yo tenia veintitrés años y este caballero algunos más de sesenta, pero nuestras edades de borraron y convertimos en eternidad la ilusión de culpables amantes... fuimos Francesca y Paolo... danzando infinitamente en el Infierno de Dante.

Desde entonces miro con ternura mis manos. Ellas retienen el eco sostenido de la perversa suavidad, la deliciosa sensualidad y la desmesurada excitación de aquel otoño. Ellas lo multiplican en cada caricia.


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