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domingo, marzo 14, 2004

El deseo de tener a alguien cerca, pero realmente cerca, adentro de uno mismo, es bastante difícil de explicar. Sí; es difícil definir cómo quiero que las manos se fundan dentro de la piel, cómo deseo comer los despojos de lo que luego del movimiento queda del cuerpo. Meterlo en mi boca, acariciarlo, desearlo y sobre todo, tenerlo. Tenerlo entre las piernas, entre los dedos, entre los dientes. En la punta de la lengua. En la garganta. Gritarlo, gemirlo, amarlo, gozarlo. Sacarlo. Exorcizarlo de mí. Y volver a jugar con él. A deslizar mi lengua entre sus piernas, entres sus entrañas. Acariciar el extremo límite entre la dulzura y la acidez. Tragarlo. Dejar que me maneje como si tuviera hilos de seda, o cuerdas ríspidas que me muevan a su compás, a su ritmo. Hacer que me penetre más, empujarlo para que regrese. Atormentarlo con cosquillas, con besos, con lamidas. Uñas. Garras. Besos. Todo vale. Todo vale si yo lo dejo. Si yo lo quiero. Y sí, yo lo quiero, quiero que me obligue a penetrarme por atrás, quiero que me susurre al oído que acabe. Quiero. Deseo. Exijo. Tomo las riendas y me monto en su cintura. En sus brazos encuentro todo el balance necesario para sentirla toda adentro. Y me dejo voltear, me dejó caer bajo su pecho. Me dejo excitar con los dedos húmedos de mi propio éxtasis en la boca, me dejo amasar cada milímetro. Y me vengo. Aprieto, presiono, muerdo. Pero despacito. Le pido lo que quiero. Y acabo… acabo de confirmar que cada día lo quiero más…

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